Resumen
Las transiciones que se han dado en Cuba a partir de los años noventa se han sustentado en la elaboración de rupturas y continuidades temporales entre pasado, presente y futuro, reordenando y resignificando el espacio de la experiencia y el horizonte de expectativas. En ello ha tenido un rol principal la clase dirigente como instauradora de la transición. El objetivo de este artículo es revelar el proceso de rupturas-continuidades producidas por medio del relato de la clase dirigente sobre y entre el campo de la experiencia y el horizonte de expectativa durante este periodo.
Introducción
Los ya clásicos “años noventa en Cuba” marcaron un periodo especial de cambios y reformas en torno al modelo económico (Carranza, 1995; , 2002) y el sistema político cubanos (Valdés, 1996; Guanche, 2012), con fuertes repercusiones en el tejido social (Espina, 2008; Pañellas, 2013; Domínguez, 1998). La reforma socioeconómica y política -institucionalizada en parte en la reforma constitucional de 1992- fue un claro indicador de la transición dentro de la ya larga transición al socialismo que guiaba la Revolución1 cubana en el poder.
Con los antecedentes del Proceso de Rectificación de Errores y Conductas Negativas como antesala (1986) y el contexto internacional signado por el fin de la URSS y con esta el del campo socialista (CAME), Cuba comenzó a vivir un proceso de rupturas a nivel de la política y su ordenamiento institucional, una cuestión ampliamente estudiada dentro y fuera de Cuba (Bobes, 2015; Sklodowska, 2016; Mesa-Lago, 2015; ; ).
A partir de 2006, con la presidencia interina de Raúl Castro, llegó otro proceso de cambios y reformas que tuvo un fuerte impulso en 2010 con el llamado a una “Actualización” de la economía y la política social cubanas, que se “ordenaba” en los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución, aprobados en el sexto Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC) en abril de 2011. Los cambios políticos, económicos, ideológicos y sociales que la Actualización ha promulgado en la última década han sido analizados como parte de un proceso de reformas que, como en los noventa, ha llevado al país a enfrentar una transición inducida desde el propio poder (Bobes, 2015; ).
Las transiciones en Cuba posteriores a 1990 han provocado una ruptura -por medio de las reformas- en relación con el modelo político-institucional, económico y social, y en sus temporalidades, es decir, en los modos de producir y significar el pasado, el presente y el futuro de la sociedad y el proyecto político. Tal vez este rasgo sea uno de los menos estudiados pero que mejor definen cómo se da la transición: un proceso de rupturas y continuidades entre el espacio de la experiencia y el horizonte de expectativa (Koselleck, 1993).
El objetivo de este artículo es revelar el proceso de rupturas-continuidades que las transiciones en Cuba a partir de los años noventa han producido en y entre el espacio de la experiencia y el horizonte de expectativa desde el discurso de la clase política dirigente como actor ordenador. Para ello se proponen dos grandes apartados: a) la presentación de los postulados teóricos que permiten comprender las transiciones sociopolíticas como sociotemporales y el papel que han tenido en ellas el espacio de la experiencia y el horizonte de expectativa, y b) el análisis de los dispositivos discursivos mediante los cuales la clase política dirigente origina la transición sociotemporal en el caso cubano. Las tesis de este segundo apartado parten del análisis de una muestra de discursos políticos de Fidel Castro y Raúl Castro, como presidentes de los Consejos de Estado y de Ministros, y de los informes y principales resoluciones de los cuatro Congresos del Partido Comunista de Cuba celebrados entre 1991 y 2016. Ambos tipos de fuentes se consideran aquí como representativas del relato de esta clase política.
Puntos de partida: la dimensión sociotemporal de las transiciones sociopolíticas
En los estudios sobre las transiciones sociopolíticas hay dos grandes corrientes: la que se enfoca en el tránsito entre regímenes democráticos y autoritarios (O’Donnell, 1989; O’Donnell, Schmitter, Whitehead, 1991; Linz, 1990, 1986; Morlino, 1986), y la que se orienta a las experiencias de transición entre el capitalismo y el socialismo (Lenin, 2009; Hankiss, 2007; Löwy, 2004; Martínez, 1989, 1988; Bettelheim, 1964; Swezzy, 1973; Baran, 1968). La primera, que se puede llamar democrático-liberal, ha enfatizado en la democracia como eje normativo, en especial en la institución o recuperación de la democracia, entendida desde una concepción liberal. La segunda reflexiona el tránsito entre un régimen capitalista y uno socialista o comunista, en cualquier dirección, pero a partir de las lógicas del modo de producción económico y de relaciones sociales. Esta corriente del estudio de las transiciones es parte de una tradición heterogénea de base epistemológica marxista.
Las teorías sobre la transición del capitalismo al socialismo han prestado especial atención al análisis de los cambios producidos en el modo de producción y las relaciones económicas (formas de propiedad, nuevos actores económicos, planificación, relaciones políticas y económicas entre Estado y sociedad civil, organización del trabajo, entre otras), pero también al papel del partido y del Estado en el nuevo periodo, y a las ideologías y culturas políticas en tránsito (el problema de la conciencia). En esta tradición, la transición se comprende dentro de la economía política. Esto no quiere decir que se trate de una discusión puramente económica, antes bien del análisis de las condiciones políticas que estructuran la economía tanto en el capitalismo como en el socialismo (Bettelheim, 1964; Swezzy, 1973; Baran, 1968).
Las dos corrientes del estudio de la transición sociopolítica son centrales para el caso cubano dado que la Revolución se ha descrito a sí misma como una experiencia de transición socialista (Martínez, 1988, 1989), y las transiciones que han tenido lugar desde los años noventa se caracterizan por comportar un proceso de liberalización, entre otros rasgos cercanos a las transiciones postsocialistas (Hankiss, 2007). Sin embargo, no es el objetivo de este artículo “caracterizar” el tipo de transición que ha experimentado “la construcción del socialismo” cubano a partir de los noventa, sino realizar un acercamiento a los mecanismos discursivos que han gestado dicha transición, y a la relación entre sus rupturas y continuidades; tal vez esto sirva como insumo para argumentar los contenidos sociopolíticos de las transiciones en curso.
Ello tiene también otra finalidad: reconocer un conjunto de rasgos comunes en lo que se refiere a la dimensión temporal que constituye toda transición, la cual en ambas corrientes se entiende como una trayectoria entre un régimen y otro, como un periodo de cambio político-institucional de un régimen a otro (Morlino, 1986; Linz, 1986, 1990), de un sistema y modo de producción a otro (Bettelheim, 1964, 1973; Swezzy, 1973).
La dimensión temporal es central en el cambio sociopolítico por las siguientes razones:
La duración. Esta define la transición. Una transición refiere a un periodo temporal en el que el cierre importa en tanto delimita el cumplimiento efectivo del tránsito mismo, esto es: la institucionalización del nuevo régimen. Los ritmos de la transición. Que a su vez influyen en la direccionalidad de la transición. Acelerar el tránsito hacia una organización democrática de la sociedad, o en el desarrollo de las fuerzas productivas, son elementos centrales para los dos casos de transición indistintamente. La reversibilidad como amenaza de la transición, hacia el capitalismo o el autoritarismo. En uno u otro caso remite a una lucha entre pasado y futuro, en donde este último debe plantearse como antagónico del pasado desde el cual se transita. Relación rupturas-continuidades. Las transiciones expresan la coexistencia de rupturas y continuidades entre pasado y futuro producidas en el presente. La transición produce un tiempo de suspensión del pasado (autoritario o capitalista) y de institución de un presente y futuros que se le oponen total o parcialmente (democracia o comunismo).
La preocupación por la dimensión temporal de la transición, presente en las corrientes que la estudian, no es un hecho menor si se reconoce que ella establece un paréntesis entre un tiempo que deja de ser y uno que está por constituirse. Así, dichas vertientes de análisis de la transición instalan su propio tiempo y sus propias temporalidades, es decir, nuevas lecturas sobre el pasado, el presente y el futuro de la sociedad.
La categoría de periodo con que se designan los tiempos de las transiciones señala que estas son paréntesis temporales que forman parte de una línea de tiempo más amplia. Pero no se limitan a esto, también representan una (re)significación de ese tiempo. El tiempo, como estructura de fijación y localización de la acción (Giddens, 2015), y las temporalidades, como elaboración experiencial y ordenadora de los acontecimientos ocurridos en una serie temporal (Dubar, 2014) -léase, las concepciones de pasado, presente y futuro- son centrales para la producción de la transición.
La producción de “nuevas” expectativas, la conservación del temor al pasado fundante de la transición, el control político de la incertidumbre, entre otros, son asimismo dispositivos fundamentales en la elaboración del quiebre y constitución de un “nuevo” tiempo (Lechner, 2006). Todos ellos describen instrumentos de la política y se vuelven operaciones ordenadoras de las temporalidades que definen los contenidos del presente, pasado y futuro y, lo más significativo, fundan una relación entre dichas temporalidades.
Las transiciones, en este sentido, producen el cambio a nivel institucional y/o procedimental del régimen, sistema, o modo de producción, y calan -tal vez más que otros procesos sociopolíticos- el nivel experiencial de las personas envueltas en ellas, reordenando y resignificando los tiempos de la experiencia y las expectativas. Elementos como el temor, la esperanza, las certidumbres e incertidumbres (Lechner, 2006) y la memoria (Hartog, 2012; Jelin, 2013) desempeñan un rol fundamental para la institución del cambio mismo. Todas ellas se pueden agrupar en las dos categorías señaladas por Koselleck para el estudio de los tiempos históricos: el espacio de la experiencia y el horizonte de expectativa (Koselleck, 1993).
Desde esta perspectiva comprendemos que las transiciones sociopolíticas implican el cambio de un régimen a otro (autoritarismo-democracia, capitalismo-socialismo) por medio del ordenamiento de un nuevo modo de producción y/o reestructuración de su régimen y sistema políticos, y uno más del tiempo y las temporalidades. Las transiciones producen, o necesitan producir, el tránsito desde un determinado ordenamiento temporal hacia otro. Las transiciones son entonces paréntesis temporales en las cuales se produce una síntesis entre el pasado desde el cual se transita y el futuro diferenciador hacia el cual se aspira llegar mediante la elaboración de rupturas y continuidades temporales.
Espacio de la experiencia y horizonte de expectativa: categorías para la comprensión sociotemporal de las transiciones
Como se ha señalado, las transiciones producen una ruptura entre lo que ya no es o comienza a dejar de ser (pasado) y lo que todavía no ha sido (futuro). Esta brecha se sostiene -y por ello puede ser rastreada- desde el espacio de la experiencia y el horizonte de expectativa. Experiencia y expectativa son para Koselleck dos categorías que permiten tematizar el tiempo histórico e intersectar dos temporalidades separadas: pasado y futuro. La experiencia pareciera remitir al pasado, mientras que la expectativa se instala en un tiempo por vivir. Sin embargo, según Koselleck, cada una de ellas excede sus espacios de tiempo predefinidos, esto es, el pasado y el futuro, para “encontrarse” en el presente. “La experiencia es un pasado presente” mientras que “la expectativa es el futuro hecho presente” (Koselleck, 1993, p. 338).
A la vez, experiencia y expectativa son inseparables. Toda experiencia es producida y acumulada por medio de las expectativas como motor impulsor. Estas, por su parte, buscan el alcance de nuevas experiencias. Las categorías de “horizonte” y “espacio” explican este doble vínculo entre una y otra: “horizonte quiere decir aquella línea tras de la cual se abre en el futuro un nuevo espacio de experiencia, aunque aún no se pueda contemplar” (Koselleck, 1993, p. 340). La experiencia es condición para la elaboración de expectativas y estas constituyen ese horizonte que mueven las experiencias. En ese encuentro futuro y pasado se intersectan y se autorremiten, uno no es sin el otro.
Koselleck destaca el papel de las revoluciones en la refundación del espacio de la experiencia y el horizonte de expectativa. En los procesos revolucionarios el espacio de la experiencia aparece abierto hacia el futuro, extendiendo el horizonte de expectativa (Koselleck, 1993). Sin embargo, ampliando el sentido, también las transiciones sociopolíticas son procesos -no solo sucesos- en los que se refunda el espacio de la experiencia y el horizonte de expectativa. El espacio de la experiencia traza -por medio de las expectativas- una ruptura entre un pasado al cual no se puede o debe regresar y un nuevo tiempo.
La transición crea su propio paréntesis temporal, un nuevo tiempo de desinstitucionalización y reinstitucionalización, tanto en relación con las estructuras del sistema político y económico, como con las estructuras temporales. Las experiencias y las expectativas, según la noción koselleckiana, son parte de esas estructuras temporales. Ellas remiten a una condición subjetivante, ejercen una función estructuradora en la sociedad, en las generaciones y en los modos de ordenar y significar pasado, presente y futuro.
No obstante, si bien se sigue en este artículo a Koselleck en la tesis de que las revoluciones abren el espacio de la experiencia hacia el futuro, observamos con más cuidado dicha condición al menos en las transiciones producidas por medio de reformas. La refundación necesaria del espacio de la experiencia y el horizonte de expectativa es condición para las transiciones, ya sean rupturistas o reformistas; pero no necesariamente esa refundación “abre” o amplía el espacio de la experiencia hacia el futuro y con él el horizonte de expectativa. En ocasiones, como ha ocurrido en las dos últimas transiciones cubanas -lo que será justificado más adelante-, la transición restringe el horizonte de expectativa mediante el ensanchamiento del espacio de experiencia. Con ello el futuro queda “suspendido” o supeditado al peso de un pasado y un presente que extienden su poder sobre el porvenir.
Las transiciones, en la reconstrucción de sus temporalidades, pueden restringir el horizonte de expectativa y el espacio de la experiencia. En otras palabras, el futuro puede volverse un futuro pasado, sujeto a ese pasado y limitado por él (Koselleck, 1993).
Si bien las transiciones producen una ruptura con el pasado, la brecha se da respecto de “cierto” pasado, en general uno reciente, aunque ellas pueden y suelen apoyarse en la continuidad de otros pasados. Este sería el rasgo de las transiciones cuyo origen son reformas en las que es la misma clase o grupo en el poder quien lidera el tránsito.
Las transiciones se tensan en el doble proceso de rupturas y continuidades. En las surgidas de revoluciones, las rupturas prevalecen sobre las continuidades; mientras que en las reformistas se conservan los elementos del pasado que permiten que se mantengan la clase política, el proyecto y la ideología que representan en el poder. Pero en todas, rupturas y continuidades forman un binomio constitutivo del cambio mismo que trasciende su carácter (Linz, 1990).
La Revolución triunfante de 1959 es un ejemplo de ruptura a nivel del espacio de la experiencia y de refundación y apertura del horizonte de expectativa, aunque en ella hay continuidades: la de un pasado independentista, antiimperialista y martiano. Cuando el grupo político que lideró la Revolución antes de su triunfo se autoproclamó en voz de su máximo dirigente, Fidel Castro, como la Generación del Centenario, produjo una legitimación de su acción (como actor político), y fundó las continuidades de una experiencia cuyo horizonte de expectativa aún estaba por cumplirse. Luego de la gran ruptura de 1959, la Revolución creó su propio pasado, es decir, fundó un espacio de experiencia interno y propio, y su horizonte de expectativa, el cual corre en la medida que avanza el espacio de la experiencia: “si se realizan los proyectos políticos correspondientes después de haber sido originados por una revolución, entonces se desgastan las viejas expectativas en las nuevas experiencias” (Koselleck, 1993, p. 356).
Tal proceso de “desgaste” muestra cómo los actores se deben reformular o redefinir, lo que ejemplifica el cómo la Generación del Centenario con los años se convierte en la Generación Histórica, evidenciando así un cambio nominativo y el impacto de la producción de un pasado interno de la Revolución. Esta construye su propia historia, crea sus propias temporalidades.
Sin detenernos aún en un análisis detallado, sirvan estos ejemplos para evidenciar la compleja relación entre continuidad y ruptura en procesos de transición y cómo esta muestra los hilos entre espacio de experiencia y horizonte de expectativa. En otros términos, cómo se ordenan y distribuyen pasado, presente y futuro en estos procesos, lo que en última instancia permitirá justificar el carácter de apertura hacia del futuro (rupturista) o hacia el pasado (reforma) de las transiciones cubanas posnoventa.
Las transiciones posnoventa: producción de las rupturas temporales
La Revolución cubana representa la gran ruptura entre un “antes de la Revolución” y un “después de la Revolución” que atraviesa el espacio de la experiencia de los cubanos y las cubanas, así como a sus expectativas posibles y no posibles. Pero en esa gran transición que fue la construcción del socialismo cubano se han producido varias transiciones (Alonso, 2007). La más evidente tal vez sean las reformas políticas, económicas, jurídico-constitucionales y sociales que se dieron durante el “período especial en tiempo de paz”.2 El peso de esta transición dentro de la otra más larga al socialismo,3 radica en el carácter rupturista de sus reformas en el plano de las experiencias y, sobre todo, en el de las expectativas.
El presente de 1990-1991 fue un espacio-tiempo en el que se inició la ruptura temporal con un pasado reciente: la URSS y el modelo de país construido al alero del campo socialista. Fueron los años en los que los horizontes de expectativas construidos en la década inmediatamente previa quedaron truncos y se redefinieron en términos de una resistencia que ensanchó el presente indefinidamente y aplazó el futuro.
Varios estudiosos han sostenido acertadamente que algunos rasgos de la crisis de los años noventa, sobre todo en lo económico y lo político-ideológico, había iniciado antes de 1990 (Espina, 2008; Everleny, 2009). En 1985 comenzó un rápido decrecimiento del PIB cuando pasa de 7.5 a 2.5, para luego caer aún más en 1986 a 0.1, y ser negativo en 1987 (-2.4). En términos organizacionales, políticos e ideológicos, hubo una acumulación de “deformaciones” que se reconocieron en el Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas y que anteceden a 1986.4
Si la crisis de los años noventa se adelantó, el periodo especial en tiempos de paz se instituye como paréntesis temporal entre un antes y un después en el lapso 1990-1991. La definición temporal en relación con el “antes” es mucho más clara (1990) que la del “después”. La delimitación respecto al fin del Período Especial es todavía tema de debate, como es frecuente en el estudio de las transiciones (Sklodowska, 2016, pp. 36-37).
El interés aquí no es ahondar en la delimitación cronológica, sino en comprender cómo se produce este paréntesis temporal, cómo se instituyen rupturas y continuidades desde el espacio de la experiencia y el horizonte de expectativa.
El IV Congreso del PCC, inaugurado el 10 de octubre de 1991 en Santiago de Cuba, muestra el impacto inmediato que tuvo para la organización del país la desintegración de la URSS y cómo frente a este hecho la dirección política principió a elaborar una fractura en las temporalidades antes/después de la URSS: “Claro está que mientras existía el campo socialista, mientras no existían los problemas que han ocurrido en la Unión Soviética, nosotros teníamos sólidos baluartes en que apoyarnos, en los cuales nos hemos apoyado durante estos 30 años, y esos sólidos baluartes hoy no existen; el baluarte somos nosotros mismos.” (Castro, 1991a).
La ruptura se elabora desde lo que fue un proyecto de país (la experiencia), que se vuelve imposible de continuar y menos de ampliar en las condiciones de inicios de los noventa (la expectativa). El espacio de la experiencia y de las expectativas fueron “guardadas” como conquistas del pasado. El presente determinaba la elaboración de estrategias que miraban y producían los acontecimientos recientes en ese momento como hechos del pasado, algo posible en la medida en que se construían estrategias diferentes y “nuevas” respecto a ese pasado. Las “nuevas” estrategias produjeron esos acontecimientos recientes como experiencia (pasado) e instituyeron nuevas expectativas (futuro) y/o otros medios para su cumplimiento: la resistencia.
El paso narrativo de “la construcción del socialismo” a “salvaguardar sus conquistas” resalta la elaboración del quiebre temporal y cómo se vuelve experiencia un horizonte de expectativa:
Las expectativas parecen mirar más al pasado que al futuro. El presente no proyecta un futuro a mediano ni corto plazo, con planes específicos y concretos, como había sido hasta 1989, sino que se restringe a la “conservación” de lo alcanzado y a la planificación inmediata del presente como resistencia. El horizonte de expectativas se funde con la conservación de la experiencia, entendida como gloriosa. Se pasa de la construcción de expectativas a largo plazo a un escenario de incertidumbres que limita no solo la capacidad de proyección del futuro sino del mismo presente.
Hasta 1989, los planes de desarrollo energético, de ampliación en la construcción de viviendas, de avance hacia formas cooperativas en la agricultura, eran centrales en el programa de país fundado como horizonte de expectativa. A todo ello y más se debe renunciar desde 1990 y principalmente a partir de 1991:
La incertidumbre aparecía como un rasgo que definía el futuro y que limitaba los horizontes de expectativas hasta retrotraerlos.
La incertidumbre domina el futuro a largo y mediano plazo y al presente. Lo ocurrido con los planes de la economía era un claro indicador de los efectos sobre el presente de la incertidumbre expandida. El plan era un instrumento que conectaba pasado, presente y futuro a través del vínculo entre experiencias y expectativas. En este ejercicio de proyección del futuro se objetivan expectativas en función de la experiencia.
En 1990 los planes se rehacen frente al nuevo contexto con expectativas mínimas: resistir. La temporalidad de aquellos se ve afectada, de planes quinquenales y de más largo alcance se pasó a una indefinición temporal que lastraba la planificación.
En 1991, frente a la ruptura, los planes se acortaron de cinco a un año, considerando el valor de los productos en dólares, no en rublos como había sido en la experiencia de intercambio durante las décadas que habían precedido a esta crisis. El acortamiento del tiempo cronológico en el diseño de los planes generó a su vez una ampliación de la incertidumbre. Según el presente (1990-1991) confirmaba la inviabilidad de sostener los planes económicos -ahora del pasado reciente; imposibilidad de dar continuidad a esa experiencia- se elaboraban nuevas estrategias para un nuevo presente: el periodo especial en tiempos de paz (nuevas expectativas).
La transición de los años noventa fue un largo paréntesis en el que se suspendió “relativamente” el proyecto de socialismo y el modelo de desarrollo visualizado y proyectado por Fidel Castro para el año 2000. Relativamente porque el centro de la experiencia socialista sería resguardada y sobre ella se construiría una continuidad. Solo que esta convertiría en horizonte el espacio de las experiencias ya vividas.
El periodo especial en tiempos de paz constituyó el lapso temporal de una transición que rompió con el pasado de las décadas anteriores a 1990 en términos de producción económica y organización de la economía, niveles de consumo, politización de la vida cotidiana, funcionamiento de las organizaciones políticas, y participación, pero dio continuidad a lo que se defendía que eran los principios y conquistas del socialismo cubano. El futuro fue diseñado bajo una relativa “liberalización” de medidas inconcebibles en el pasado.
En este escenario, la transición crea un nuevo pasado y un nuevo futuro. El pasado reciente aparece -desde la crítica- como experiencia irreversible. La Cuba a construir a partir de 1990 debía distanciarse de los errores de las décadas anteriores a esta fecha y a la vez ser consciente de que no contaba ya con los recursos de la URSS:
La crítica se convirtió en instrumento para la elaboración de la ruptura. El pasado reciente, ese al cual no se podía volver, era revisitado con mira cuestionadora:
La crítica sería fundamental en la producción de la ruptura sociotemporal entre un pasado reciente y la institución de un nuevo presente y futuro en las transiciones que se llevaban a cabo por medio de reformas.
Si se observa el periodo de gobierno de Raúl Castro desde 2006, existe un uso intensivo de la crítica sobre el pasado reciente, el anterior a su gobierno:
Ahora bien, la crítica se utiliza para marcar un “nuevo estilo” de gobernabilidad, refundar el espacio de la experiencia e instituir nuevos horizontes de expectativas. Mientras que la “actualización” del modelo económico y la política social cubanos fueron el dispositivo político en curso que intentaba reordenar el presente y el futuro del país.
El proyecto de reformas impulsado desde 2010 y cristalizado en los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución aprobados en el VI Congreso del PCC, 2011 (PCC, 2011), rompe en varios aspectos con el espacio de la experiencia (el pasado reciente) e instala nuevas expectativas. Un frente en que esto sucedió fue en el ámbito de las políticas públicas y el rol subsidiario del Estado.
Las políticas sociales, su carácter universal y gratuito y la centralidad del Estado como ente protector, eran las conquistas de la Revolución y el socialismo. En este pilar se había forjado el espacio de la experiencia de varias generaciones (Espina, 2008). La transición de 1990 sostiene entonces su continuidad con el pasado interno de la Revolución en esta dimensión: salvaguardar las conquistas del socialismo. No obstante, se dio un giro en el discurso y la práctica de la política guiada más por los principios de racionalidad económica, sostenibilidad, eficiencia y productividad a partir de 2010 (Bobes, 2015). Todos ellos criterios que remiten a una liberalización del mercado y a una racionalización del Estado mucho más profunda y sobre nuevas áreas que la de los años noventa.
Los énfasis que ha puesto Raúl Castro en este sentido reafirman las rupturas en proceso: “La Revolución no dejará a ningún cubano desamparado y el sistema de atención social se está reorganizando para asegurar el sostenimiento diferenciado y racional de aquellos que realmente lo requieran. En lugar de subsidiar masivamente productos, como hacemos ahora, se pasará progresivamente al apoyo de personas sin otro sostén” (Castro, 2011).
La Actualización representa en términos del análisis sociotemporal una ruptura con el pasado desde la revisión crítica. Se intensifican las medidas de cambio a nivel económico () y se producen reformas en la política social -cambios a nivel del sistema de subsidios- (Espina, 2012) que instalan un nuevo reordenamiento del modelo económico y político dentro del país. Los Lineamientos aprobados el 18 de abril de 2011 orientan todo el proceso de cambios, con un sentido de presente y futuro, en aras de la “sostenibilidad”. Tres ejemplos que dan cuenta de los cambios en la política social en relación con “el pasado” son los siguientes lineamientos:
En dos áreas de las más representativas, el empleo y los subsidios, se modificaron los criterios que habían guiado la política social y económica de la Revolución; sin embargo, no son las únicas. La ruptura reformista en marcha desde 2010 pretende un Estado mucho más racional económicamente y menos “ideologizado”.
Un tercer espacio de producción de las rupturas es la política exterior. El restablecimiento de las relaciones con los Estados Unidos es un claro indicador de distanciamiento con el pasado en dicho ámbito. Esto ha calado el espacio de la experiencia, revisitándolo, y el horizonte de expectativa. La “actualización” de la política en uno de los ejes estructuradores de la Revolución (Estados Unidos), demuestra una refundación del presente que abre un escenario de expectativas aunque todavía controladas por las experiencias:
Pueden resumirse estos giros reformistas en comparación con la transición de los noventa identificando en la Actualización en curso la racionalidad economicista que no se plantea como una estrategia coyuntural (paréntesis temporal), sino como una expansiva sobre el futuro. Así, esta transición muestra estar menos sujeta al pasado (experiencia) y una mayor liberación del futuro (expectativas).
La relativa apertura al capital extranjero de los noventa fue planteada por Fidel Castro como una estrategia estrictamente necesaria para la continuidad del proyecto, no como horizonte de expectativa. Los cambios en el espacio de la experiencia se proponían dentro de un periodo que circunscribía el presente (periodo especial), desplazando o aplazando el futuro:
La actual transición no se restringe a un conjunto de fórmulas coyunturales, más bien se expande hacia y sobre el futuro, reformulando el espacio de la experiencia presente y la futura.
Según el Lineamiento 96 del PCC y la Revolución (PCC, 2011), el propósito sería “Continuar propiciando la participación del capital extranjero, como complemento del esfuerzo inversionista nacional, en aquellas actividades que sean de interés del país, en correspondencia con las proyecciones de desarrollo económico y social a corto, mediano y largo plazos”. La maximización de los tiempos otorgados sobre el derecho de superficie, expandiéndolo de 50 a 99 años (D/L 273), especialmente para la construcción de campos de golf, es un claro ejemplo del impacto de estos cambios. Igualmente la disposición presidencial sobre el límite temporal de mandato redefine el horizonte de expectativa:
Como sostiene Cecilia Bobes,
Los cambios implementados a partir de 2010 producen asimismo nuevas experiencias y expectativas en la planificación. Los planes se proyectan para un periodo quinquenal 2010-2015 enfatizando en la coyuntura del presente como rasgo orientador del plan y su “actualización”. En 2016 se propone un Plan Nacional de la Economía que abarca hasta el año 2030 (en construcción), lo que amplía el espacio temporal de las proyecciones.5
Las tensiones entre el espacio de la experiencia y el horizonte de expectativa han estado presentes en los dos procesos transicionales. Las rupturas con un pasado reciente se han concentrado en las formas de organización de la economía y la política, en el consumo, en el papel del Estado, en la política exterior (en especial con Estados Unidos), en las políticas sociales, el empleo, y los tipos de propiedad, entre las principales. Todas ellas impactan sobre el plano experiencial y redefinen el horizonte de expectativa al no poder entablar un diálogo entre estas rupturas y las continuidades que la transición reafirma. En otros términos, ¿cómo producir una transición real si no se actualizan sus horizontes de expectativas más allá de la experiencia? ¿Cómo fundar un futuro-futuro?
Continuidad del pasado sobre el presente
La presencia de continuidades del pasado sobre el “nuevo” presente es un rasgo sobresaliente en las transiciones que se llevan a cabo por medio de reformas. No es casual, responde a que ciertos grupos o sujetos conservan el poder y permanecen en una posición estratégica en el nuevo gobierno o mantienen su mismo núcleo directivo.
Las continuidades nos hablan de cuánto de lo viejo pervive en lo nuevo. Más aún, de las condiciones de posibilidad de instituir un nuevo espacio de la experiencia y un horizonte de expectativa que no quede atrapado o sujeto a las experiencias pasadas. El examen de estas continuidades permite leer con detenimiento las rupturas y mostrar desde dónde se instituyen las expectativas, su horizonte en términos de futuro o pasado.
Las reformas ocurridas en Cuba posteriores a 1990 buscan, según el discurso de la clase dirigente, el objetivo de hacer posible la continuidad de la Revolución. La continuidad es el fin, las rupturas su medio. Este rasgo permite entender cómo ambas transiciones, pero en especial la de los años noventa -también por ser la primera gran ruptura (pausa) dentro de la construcción del socialismo-, producen un fuerte anclaje en el pasado histórico de la Revolución: aquellos sujetos, los hechos que definen el carácter independentista, antiimperialista y patriótico que funda la Revolución y su programa político. Las figuras de Martí, Maceo, el Che, acompañan el discurso de la clase dirigente, el cual elabora con estos últimos una herencia.
Resalta, de igual modo, que se destacan los logros y “conquistas” de la Revolución, lo que se ubica en el pasado interno. La palabra “conquista” no es azarosa, resalta el poder alcanzado mediante la experiencia sobre el horizonte de expectativa. Las conquistas hablan de cómo el presente alcanza al futuro y lo convierte en presente. Pero las conquistas remiten directamente al pasado, pertenecen al pasado, aunque se “conservan” en el presente. La conquista habla de la realización hoy de los sueños de un mañana que ya es ayer:
En los discursos analizados, resalta cómo el pasado histórico y el pasado interno de la Revolución son elaborados desde el relato de la clase dirigente como antesala del hoy y como horizonte orientador del presente. La construcción del presente debe tener un horizonte: el pasado histórico.
Las continuidades establecidas con ese pasado “glorioso” han marcado normativamente el curso de las generaciones en sus respectivos presentes. En 1991, durante el IV Congreso del PCC, Fidel Castro se dirigía a los militantes:
Raúl Castro, en su alocución especial donde informaba del restablecimiento de las relaciones con los Estados Unidos, al tiempo que hablaba del futuro, de sus condiciones, remitía a la continuidad de ese pasado sobre el hoy y el mañana:
El acento puesto en la elaboración de continuidades ha reforzado el carácter reformista de la transición e incluso ha ido más allá: ha trasladado parte del horizonte de expectativa al campo de la experiencia. El futuro en la transición se ha tratado ante todo de la “conservación” del socialismo de discurso por parte de la clase política dirigente y la Revolución, de sus “conquistas”.
Otro elemento que indica el despliegue de este pasado sobre el presente es la conmemoración de fechas históricas y su uso para la celebración de los Congresos del PCC, lo cual no es un rasgo particular de las últimas transiciones sino de la Revolución, como la gran transición. Es interesante resaltar que dentro del amplio calendario histórico cubano, las fechas seleccionadas representan momentos de luchas y victorias trascendentales en el largo proceso revolucionario e independentista. En ese sentido, el 10 de octubre no es una fecha seleccionada al azar para inaugurar el IV y para clausurar el V Congresos del PCC. Esta fecha señala el inicio de las guerras de independencia y es símbolo de rebeldía nacional. Lo mismo ocurre con el 8 de octubre -fecha seleccionada para dar inicio al V Congreso en 1997-, día en el que se conmemora el aniversario de la muerte de Ernesto Che Guevara, ícono de la Revolución en el poder.
Este rejuego con las fechas históricas, el transformar en presente el pasado, se continúa en los años recientes: el VI y VII Congresos del PCC se han celebrado del 16 al 19 de abril de 2011 y 2016, respectivamente. Abril, el “Mes de la Victoria”, como quedó instituido en el imaginario popular y político, representa la derrota de la invasión a playa Girón organizada por Estados Unidos. El 16 de abril de 1961 Fidel proclama el carácter socialista de la Revolución cubana, en el sepelio de las víctimas de los bombardeos a aeropuertos militares. El 19 de abril se declara la victoria considerada como la primera derrota militar de Estados Unidos en América Latina.
Si bien las rupturas temporales entre pasado y presente -y en relación con el futuro- son una producción fundamental de la transición, la continuidad expresada con el uso intensivo de la memoria histórica en positivo es un rasgo que caracteriza las transiciones ocurridas en Cuba, fundamentalmente durante los noventa.
El espacio de la experiencia ha terminado dominando los horizontes de expectativas en el ámbito político-ideológico. Las rupturas se han establecido sobre la política, las continuidades sobre lo político. Sin embargo, cabe una pregunta, ¿es posible alcanzar realmente una transición a nivel de la política si se mantiene una continuidad en el modo de entender y producir lo político? En términos de la discusión propuesta en este artículo: ¿cuál es el carácter de futuro de la transición en dos tiempos que vive Cuba desde 1990, si sus horizontes de expectativas siguen fuertemente anclados al espacio de la experiencia? Pareciera que las respuestas conducen a la existencia de un futuro pasado, a un horizonte que no permite reinventar nuevos espacios de experiencia y a un espacio de la experiencia anclado en la resistencia y continuidad del pasado que impide instituir nuevos horizontes de expectativas.
Conclusiones
La transición llevada a cabo en Cuba a partir de los años noventa ha refundado el presente anclando el horizonte de expectativa (futuro) al espacio de la experiencia (pasado). A diferencia de lo planteado por Koselleck en el estudio de las revoluciones, durante este periodo la Revolución cubana no pudo “desgastar” las viejas expectativas en las nuevas experiencias, y más bien estas quedaron truncas por un periodo de tiempo que todavía no recupera su marcha hacia el mañana.
El espacio de la experiencia fue ordenado en función de las prácticas de resistencia (presente) y de la memoria del pasado que orientaba y justificaba la resistencia misma. En Cuba, resistir ha llevado -especialmente a partir del Período Especial- a la construcción de prácticas de anclaje en el presente mediante las cuales se remite la continuidad de un pasado que deja de estar atrás para convertirse en horizonte.
El Período Especial produjo un paréntesis temporal entre pasado y futuro, ensanchó el presente, aplazó el futuro y mantuvo un fuerte uso del pasado, por medio de la memoria, sobre el presente y el futuro. Con el segundo periodo de transición, los usos o continuidades de este pasado a largo plazo se contrajeron en cierta medida o perdieron intensidad. La “Actualización” se concentró en estrategias que expanden el presente y proyectan el futuro de lo que ha sido llamado un “socialismo sostenible”. Los cambios en la política exterior, la economía y la política social, fundamentalmente, apuntan a ello. Pero tanto en este nuevo periodo de reformas como en el de los noventa, las contradicciones entre rupturas a nivel de la política y continuidades en el ámbito político-ideológico, son un claro freno en la instauración de nuevas expectativas y su realización.
El rol de la clase dirigente ha sido fundamental en este reordenamiento de la experiencia y el horizonte de expectativa. Sus principales líderes produjeron, de acuerdo a las coyunturas, las críticas necesarias sobre el pasado reciente como punto de inflexión que justificaba las políticas reformistas y signaron así los cursos del país, el proceso de liberación, sus ritmos y áreas. Es preciso enfatizar que han sido ellos los exponentes de una generación histórica que legitima y prioriza el papel del pasado histórico y el tiempo de los “logros” de la Revolución del cual son sus protagonistas.
La continuidad del pasado sobre el presente y el futuro no se restringe al espacio de las temporalidades, implica a los agentes inmersos en dichas temporalidades: sus expectativas y experiencias. En este sentido, el dominio temporal ha servido como estrategia de reforma donde el futuro se desplaza al pasado y como estrategia de continuidad dentro del cambio mismo. El posicionamiento y capital políticos de la clase dirigente se beneficia a través de este ordenamiento temporal. Ellos, como representantes de la “Generación Histórica”, hegemonizan y controlan el pasado (la Historia oficial) y el presente. Sin embargo, como hemos expuesto en estas páginas, el control sobre el presente y el pasado (espacio de la experiencia) remite directamente a las posibilidades del futuro.
Con ello estamos concluyendo que la resignificación y reordenamiento de las temporalidades en procesos de transición remiten no solo al ensanchamiento o no de las expectativas de los distintos agentes, sino que contribuye a la (re)localización en el espacio político de quienes gobiernan y los que no.
Los límites de los futuros posibles en Cuba han estado marcados por el espacio de la experiencia: el futuro no empieza donde acaba el pasado, es su extensión. La expansión de la experiencia ha llevado a la reducción de las expectativas, construyendo así un futuro prisionero del pasado que recién en los últimos años pareciera se comienza a liberar.
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